miércoles, 14 de septiembre de 2016

Mar de Plástico, ¿nada nuevo bajo el Sol?


Nos gustan las grandes series de los últimos años, Fargo, True Detective, El Puente (en su versión americana y danesa), Borgen, Lillyhammer, House of Cards, Hinterland, Broadchurch, The Fall, River, la argentina Cromo, y tantas otras, que, en mayor o menor medida, pertenecen al género negro y a las tramas de intriga. Algunas, incluso, nos han emocionado. Se trata de productos perfectos susceptibles de gustar a un amplísimo espectro de público, series inteligentes, bien perfiladas en su guión, en su fotografía, en su dramatización, realizadas con presupuestos muy diversos. 

Y nos preguntamos ¿tanto les cuesta a los guionistas españoles aprender de estas series? ¿es tan difícil tomarlas como modelo con la ambición, sino de superarlas, si  al menos de elaborar un producto competitivo y digno? ¿Por qué no se hacen series cómo éstas en nuestros país? Ciertamente la capacidad de Hollywood es desmesurada, pero no así la de las filmografías danesa, sueca o noruega que están haciendo verdaderas maravillas y en comparación a las que el volumen de nuestra industria del cine es superior, mucho más si tenemos en cuenta que el ámbito hispano tiene un público natural de 450 millones de castellanoparlantes… No hay, pues, excusa para que las productores españolas y nuestras cadenas de televisión no logren, ni por asomo, algo parecido. 

De no ser de producción nacional, ni siquiera hubiéramos hablado de Olmos y Robles o de Mar de Plástico: están demasiado por debajo de los estándares de calidad de lo que se está produciendo hoy en el mundo y,  por lo que a nosotros respecta, tienen muy poco interés. Pero estamos obligados a mencionarlas porque es lo que se está proyectando en nuestro país y, seguramente, las que verá mucha gente. 


La primera temporada de Mar de plástico fue, literalmente, desastrosa: cabos sueltos por todas partes, reiteración de escenas, diálogos irrelevantes, algunas interpretaciones desastrosas y un ritmo narrativo parsimonioso hasta el aburrimiento. La cosa era mucho más visible para el osado seriéfilo que veía los trece episodios de corrido que para el paciente telespectador ante el que Antena 3 desgranaba cada semana durante tres meses, escenas y situaciones poco creíbles. Y es que la calidad de una serie se percibe mucho más claramente cuando todos sus episodios se concentran en unos pocos días. La primera temporada de Mar de plástico (que vimos en apenas tres días) no nos dejó un buen sabor de boca hasta el punto de que durante unos meses no pensamos que se rodaría una segunda.

Ahora bien, si esta serie ha tenido segunda temporada ha sido porque en cada episodio aparecía un misterio nuevo que dejaba enganchado al espectador, pensando que el capítulo final sería “de traca” y que todos los misterios quedarían resueltos de manera espectacular y rotunda. Llegó el último episodio y todo terminó con que el niño chungo era, como podía esperarse desde el inicio de la serie, el asesino. Decepción generalizada. La serie era floja, tirando a mala… pero la audiencia de vio atrapada por esa marejada de misterios. Ya se sabe que un programa repite si la audiencia es buena (aunque su calidad sea mala). Así que cuando se inició la segunda temporada el pasado día 12 de septiembre siempre existía la posibilidad de que los directivos hubieran tirado de las orejas a los guionistas y, entre eso, y la renovación en el cuadro de actores, se produjera un nuevo enfoque que contribuyera a mejorarla (lo cual no era difícil). Siempre hay que dar un voto de confianza a las series –particularmente si son españolas– para que rectifiquen sus carencias pasadas.


En los primeros diez minutos de proyección nos llevamos algunas satisfacciones. En primer lugar que, en esta temporada, la asesinada es la tal Marta (Belén López). Nos explicaremos. Uno de los elementos más insoportables de la primera temporada eran las relaciones de amor–odio que aparecían en varias parejas: Lucas con Yaima (el joven tabernero y la africana), Héctor con Marta (el picoleto y la técnica del ayuntamiento). Era fácil prever lo que iba a pasar en la escena siguiente: a cada reconciliación seguía una trifulca, una y otra vez, amores y desamores encadenados… y eso durante trece largos episodios. La muerte de Marta, al menos, ha simplificado la trama en esa dirección. Era un buen comienzo. La otra satisfacción es que lo mejor de la serie es la fotografía que, en algunos casos, resulta magistral y refleja la aridez y el absurdo de aquellas tierras y de esos mares de plástico que dan nombre a la serie.

Pero, en las escenas que siguieron, esta primera buena impresión se fue diluyendo. Los diálogos seguían siendo tan banales como en la primera temporada. Los puñetazos extemporáneos: el niño chungo se lleva la del pulpo en la cárcel, una agarrada entre Juan Rueda y su ex socio, dos peleas de las de visita obligada al ambulatorio entre Héctor el picoleto y su gran amigo, también Guardia Civil, muerto pero que no está muerto, sino que reaparece, como Pedro por su casa, tres años después… todo esto nos indicara a las claras que muy poco va a cambiar en esta temporada. Cuando vimos, al cabo de media hora, que los misterios empezaban a acumularse (que si el hermano gitano se lava las manos ensangrentadas, que si Rueda se alía con mafiosos del Este, que si el pico joven –Salva, interpretado por Lucho Fernández) se lo hace con una de las rusas a la vista de Pilar (la otra niña chunga de la primera temporada), que si aparece una cabeza de caballo flotando en la piscina de los Rueda (cambiar la cama por la piscina no hace que nos olvidemos de El Padrino) y que, una tras otra se iban superponiendo incoherencias en el guión, todo esto, unido, deja poco margen para la esperanza de que la serie mejore lo necesario.

Es cierto que, al menos en la primera entrega de la segunda temporada desaparecen algunos personajes (la parejita guaperas–africana y la insufrible Marta) que menos significado tenían en la trama y más lastraban el desarrollo de la misma, pero hasta ahora no está claro que los nuevos personajes estén mejor concebidos. Por lo pronto, la presencia del oficial de la Guardia Civil muerto–resucitado, marido de Marta,  y amigo–enemigo de Héctor, no basta para dar solidez a la trama. La promoción de Kaled (el africano) a capataz de la finca de Rueda (reclutando a marroquíes para trabajar en los invernaderos, cuando en la zona existe una segregación absoluta entre magrebíes y subsaharianos) y las figuras de los delincuentes llegados del Este, de momento, son poco prometedoras. Sabemos que las sospechas iniciales recaerán sobre el marido–resucitado y que los delincuentes del Este harán las mil y una maldades antes de matarse entre ellos o de matar a medio cuadro de actores. Solamente falta por comprobar si las nuevas parejas formadas son tan absolutamente empalagosas como en la primera temporada y quién se lía con quién. A pesar de las sospechas iniciales, la familia gitana será tan inocente como en la primera temporada. Corrección política, ante todo.
Los guionistas han optado por utilizar la misma técnica que en la primera temporada: acumular misterio sobre misterio, convirtiendo la trama en algo de imposible resolución. La técnica tiene la ventaja de que se logra mantener el interés del espectador que queda, literalmente, enganchado, pero el problema radica en que, a medida que avanza la trama se va complicando cada vez más y más, hasta el punto de hacer imposible un desenlace lógico, razonable, coherente y creíble. Es entonces cuando el espectador atento empieza a percibir que los cabos sueltos se multiplican y que se le ha escamoteado su tiempo con escenas y situados que no aportan nada al relato central. 

Si hay que comparar este primer episodio de la segunda temporada de Mar de Plástico con el que se proyectó a la misma hora, el mismo día, en TVE, Olmos y Robles, sale ganando la primera. Ahora bien, eso no quiere decir que el arranque haya sido prometedor y ya hemos explicado el motivo. Los guionistas deberían concentrarse en que la trama central –el asesinato de la siempre asesinable Marta– tuviera un desarrollo lógico y se entrelazara con dos tramas secundarias que, finalmente, fueran a converger. Eliminar cualquier otra cosa que no entre dentro de este planteamiento solamente contribuye a diluir el eje central de la serie, hacer que avance con una lentitud que cada vez se vuelve más exasperante para el espectador y concentrar las escenas en lo verdaderamente importante.


En España, siempre, se ha hecho mucho mejor género negro que comedia. Por eso no es raro que en estas segundas teporadas de Olmos y Robles y Mar de Plástico, ésa se imponga sobre aquella. La caja 507 (2002), La Isla mínima (2014), No habrá paz para los malvados (2011), por citar algunas recientes que recordamos a bote pronto, son muy superiores a todos los Torrentes filmados o por filmar o a las cientos de películas intrascendentes que sádicamente nos fue recordando el inefable Cine de Barrio o sus derivados. Y en la propia televisión, se han hecho series policíacas de cierta dignidad (la temporada pasada TVE emitió Los casos de El Caso y en la anterior Víctor Ros, sin ir más lejos). Así pues, series como Mar de plástico deberían poder salir adelante y concentrar en torno suyo a espectadores que busquen entretenimiento, intriga y calidad.


La serie tiene algunos elementos que ya consideramos positivos en la primera temporada y que siguen estando presentes: los papeles centrales están bien defendidos. Seguramente, la actuación más floja entre los protagonistas, fue la de Jesús Castro, quien, de momento, no aparece en la segunda temporada. El trío de Guardias Civiles protagonistas cumplen con nota y en cuanto a los malvados, desde Juan Rueda (Pedro Casablanc) hasta el último mafioso del Este, encajan en sus roles. El problema –esta serie siempre presenta algún problema– es que se les ha dotado de diálogos de poco lucimiento. Esta carencia se nota mucho especialmente en el medio televisivo en el que la imagen tiene que ir acompañada de frases breves, concisas y concentradas en la trama. Imitar el “lenguaje popular”, salpicado de tacos, palabras malsonantes, giros groseros, no es la mejor forma de armar un guión de calidad. Aquí, policías y delincuentes hablan el mismo lenguaje y emplean los mismos términos. Nos preguntamos, finalmente, ¿es preciso emplear un lenguaje tan zafio, grosero y vulgar?

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