viernes, 18 de mayo de 2018

Sweet Country... de Warwick Thorton



En 1929 tuvo lugar el asesinato del encargado de una explotación agrícola en Australia. Del crimen fue acusado un aborigen que resultó, finalmente, absuelto. Aparentemente, no es un gran tema. El tiempo transcurrido, la lejanía geográfica y el hecho de que la Australia de 1929 no sea la del 2018, parecen restar interés a la cinta. Y si lo tiene, porque nos enseña muchas cosas sobre aquel país e incluso porque se trata de una película bien realizada en la que la fotografía y el sonido –incluso su ausencia- son esenciales. 

Recientemente, la serie de tv Banished, nos ha enseñado cuál fue el origen de la ciudad australiana de Sidney. Gracias a ella sabemos que los primeros colonos que llegaron eran colonias penitenciarias. Determinados delincuentes presos en cárceles inglesas recibieron la oferta de abreviar sus condenas en la remota Australia, a cambio de no volver a la metrópoli. Muchos aceptaron y, por tanto, puede decirse que la población de algunas zonas de Australia tuvo un origen de destierro penitenciario: unos eran presos (de ambos sexos) y los otros guardianes. Claro está que unas generaciones después, la situación se había estabilizado. Sin embargo, en 1929, al parecer, quedaban algunos elementos “anómalos” en la vida australiana, como aquel anglosajón que llega para hacerse cargo de una explotación y con el que arranca la película Sweet Country.

Se trata de un tipo iracundo, racista e intolerante que al pedir ayuda a la explotación vecina, dirigida por un pastor protestante que trata a los aborígenes como iguales, al referirse a estos los llama “ganado de ovejas negras”. Aun así, el pastor transfiere a una familia para que apoyen al recién llegado en su explotación. Éste encadena al niño que va con ellos y su huida provoca una reacción extemporánea en la puerta de la vivienda de los aborígenes. Entonces se produce la muerte del anglosajón. Lo que sigue a continuación es la detención de la familia aborigen y el juicio por asesinato. Para saber cómo termina, deberán ver la película.

La cinta, podría ser un “western”, si esa palabra se aplicara en Australia. Como en las muestras de mayor calidad de este género, el paisaje es algo fundamental que el director, Warwick Thorton explota con habilidad y buen gusto. Gracias a las imágenes podemos hacernos una idea de que Australia es un país hostil, demoledor, desértico. Es cierto que apenas hay banda musical, pero, sin embargo, el sonido tiene mucho protagonismo y los silencios resultan extremadamente elocuentes. Y luego está el montaje en el que proliferan imágenes que anticipan desarrollos futuros que veremos en la película. Estos flash-backs a la inversa, lejos de constituir spoilers nos generan interés e inquietud por saber cómo se ha llegado a esas situaciones. Son como piezas de puzzle que nos entregan sin poderlas encajar dado que no se ha construido todavía la historia.

Resultan particularmente curiosas las escenas del juicio, celebrado ante una taberna y con algunos espectadores tumbados en hamacas. Nos muestra que hace 100 años, el país estaba como el far-west a lo largo del siglo XIX. Alguno puede preguntar ¿por qué esta película y por qué ahora cuando los aborígenes australianos supervivientes son privilegiados a los que, solamente por el hecho de serlo, son objeto de subvenciones y subsidios reparadores de injusticias pasadas? La película intenta ser –y es lo que la justifica- un alegado contra el racismo colonialista y aparece en un momento en el que parece existir una ofensiva mundial en esa dirección, por mucho que ya no exista colonialismo. Otro elemento interesante es la percepción del alcohol como “arma de destrucción masiva” que trituró a los aborígenes.

No es originalidad, pues, lo que se le pide a esta cinta, especialmente en su fondo, sino que, si vale la pena verla es porque constituye un entretenimiento, que alcanza en algunos momentos rasgos espectaculares. El paisaje pasa a ser uno de los protagonistas, mudo e inerte, pero no por ello menos importante. 

Quedaría decir unas líneas sobre los actores y sobre el director. El director, claro está, es Australia y quizás se identifique con la última frase pronunciada por el pastor protestante con la que se cierra esta película “¿Qué será de este país?”, más que pregunta,  exclamación y lamento. En sus anteriores películas (We Don’t Need a Map, 2017; The Turning, 2013; Samson & Delilah, 2009…) ya había demostrado lo mucho que le interesa profundizar en las raíces históricas de su país y especialmente en la cultura aborigen. Ésta película va en la misma dirección. Hamilton Morris (“Sam”, el aborigen), hace un papel absolutamente convincente, mientras que Ewen Leslie, actor australiano, ejerce de granjero iracundo y violento como secuela de su participación en la Primera  Guerra Mundial. Bryan Bown está estupendo tanto o más que Sam Neill.

Una buena película que el espectador  sabrá apreciar, siempre y cuando lo que hemos dicho aquí encuentre algún eco en su interior. Pero, aun cuando el tema no le interese, quizás las imágenes logren hacerle permanecer sentado e emocionado en la oscuridad de la sala de proyección.

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